Boca abajo

por Bruno Goldstone

No necesito más libros de Buenos Aires. Ya tengo una maleta llena y me preocupa tener que pagar por los kilos de más. Pero faltan tres horas para que el remís me pase a buscar y por eso estoy caminando por la ciudad sin rumbo. Me alegra no saber donde estoy. Hay descubrimientos en cada calle desconocida. Paso varias heladerías, cerrajerías, supermercados, fruterías, farmacias, edificios bien cuidados, desatendidos, abandonados o reciclados. Y ahora, una librería. Tengo que parar. Como siempre acá, las librerías son imanes y yo de hierro. No puedo resistir la tentación de una nueva.

Estoy acostumbrado a librerías iguales, que muestran los mismos libros en las mismas pilas en las mismas mesas bajo la misma luz. Acá todas son distintas. Cada librería tiene su propia personalidad. Una es una actriz antes famosa que lleva todas sus joyas en la vidriera del frente, pero adentro podés ver las ruinas espectaculares del tiempo. Otra es un profesor pedante que expone solo los libros que debés leer y que esconde los best-sellers en estantes inalcanzables para ayudarte a evitar esa comida basura de la mente. Otra es un anarquista haciendo la guerra al alfabeto. En su tienda el azar permite que Borges se codee con Quino en vez de su siempre vecino Bioy Casares, y Arlt bese a Whitman. Otra es, inevitablemente, una puta porteña que quiere atraer al yanqui. Ella espera seducirme con sus pintados libros tan voluptuosos que yo pagaría por el placer de tocar sus páginas brillantes en la oscuridad debajo de la manta de mi cama.

Entro a la librería para destapar su carácter único. Es chiquita, pero hay muchísimos libros acá. Casi no hay duplicaciones. Todos los lomos son distintos y el resultado es un caos visual, sin ritmos obvios. Tengo que quedarme más para conocerla. Pero un librero me ve.

Para una librería tan chiquita, hay bastantes libreros. Cuento cuatro por lo menos, incluso el que está a punto de hablar conmigo. Es alto, de hombros anchos y una cara abierta. Mi primera impresión es que es un hombre honesto y listo. Tengo que huir.

Para evitar que se me acerque más es necesario ir directamente a una sección, cualquiera, y fingir que sé lo que busco. Normalmente tengo instintos casi infalibles y puedo encontrar en una sola mirada la sección de literatura argentina o latinoamericana, pero esta vez cuando me paro, estoy frente a la sección de autoayuda. Específicamente, de los libros para padres que están esperando un bebé. Estoy embarazado. Es verdad. Voy a dar a luz a una vergüenza enorme.

Es que me pone nervioso hablar en español. Estuve en Buenos Aires tomando clases y aprendí mucho. Puedo leer lentamente a Cortázar y Puig y Girondo y más. Es un regalo del cielo, como aprender a leer otra vez. Para mí, las palabras en inglés han sido desvalorizada por el uso; las palabras en castellano son jóvenes y frescas. Encienden chispas en mi cerebro como si tuviera dieciséis años.

Pero no puedo hablar. Cada vez que quiero decir algo en español me inundan reglas contradictorias, frases olvidadas, e instintos malos. Abro la boca y me ahogo en palabras, intentando en vano alcanzar la correcta para salvarme.

Yo sé. Soy demasiado tímido. —Es necesario cometer errores para aprender. —Practicar es la única manera de mejorar. —El que no se arriesga, no gana.
Pero lamentablemente, en cualquier idioma, saber algo es distinto a hacerlo. Sé que la gente acá es muy amable y no va a burlarse de mí, por lo menos en la cara. Pero todavía no he superado esta dificultad. Y por eso, estoy de pie hojeando un libro que se llama Cuaderno de un padre novato.

Estoy calculando cuánto tiempo debo quedarme acá para parecer un padre novato cuando de pronto entra una mujer que va directamente al librero alto para pedir ayuda. No puedo escuchar su petición, pero después de unos minutos es claro que el librero le está mostrando una serie de libros y que ella los rechaza a todos.

Me muevo unos pasos en su dirección para espiar mejor, detrás de 101 Estrategias para calmar a tu bebé.

A la distancia parecía joven, pero no lo es. Está bien cuidada, con pelo teñido castaño con reflejos naranja y maquillaje casi profesional. Imagino que la batalla contra el tiempo toma cada vez más tiempo, y de esa manera el tiempo va a ganar dos veces. Su actitud es brusca e indiferente, como si desaprobara los libros por principio.

Después de seguir el proceso con dos o tres libros más, puedo reconstruir la escena. Por supuesto, lo supongo, porque nunca estoy completamente seguro de lo que escucho en español. Pero aparentemente ella quiere comprar un regalo para alguien. Tal vez para una prima.

El librero le ofrece una policial con una tapa que muestra un cuchillo reflejando un ojo enojado y quizás loco. Le explica que es muy popular. Ella lo rechaza con un gesto de asco, como si le hubiera ofrecido un plato de lombrices. El librero sonríe y sigue por otro estante.

El próximo libro es una novela contemporánea. La tapa es una foto fuera de foco. Le dice a la mujer que es un éxito enorme en el mundo literario. Ella agarra el libro e intenta ver la imagen. Cuando no puede identificar exactamente lo que es, lo rechaza con otro gesto de molestia, refunfuñando algo contra los escritores demasiados jóvenes.

El librero sigue por otra sección para recomendarle una reinterpretación de la historia argentina por un periodista polémico. Pero otra vez el gesto desdeñoso.

Ahora estoy espiándolos con tanto interés que he olvidado el libro sobre el nombre perfecto para mi bebé en la sección de mantenimiento de automóviles. ¡Qué paciente es el librero con esa mujer superior a todos los libros que él le sugiere! Él no se enfada ni se molesta cuando ella rechaza un libro tras otro. Siempre le ofrece otra sugerencia. Aún peor, estoy cada vez más seguro de que la cliente es habitué en esta librería y que no es la primera vez que molesta al librero con su indecisión. Si fuera yo, ya le habría tirado con un mamotreto para romperle las uñas rosadas y usarlas como señaladores.

Ahora me doy cuenta de algo interesante. Solo por escuchar su descripción de un libro, sé si el librero lo ha leído. No es que él hable más de los libros que ha leído. De hecho muchas veces es al revés. Las descripciones de los libros leídos son cortas pero elegantes, con detalles específicos y personales. Las descripciones de los libros que no leyó son largas pero generales y parece que está parafraseando la contraportada o la propaganda del catálogo de la editorial.

Ahora sigo la conversación con más concentración. Clasifico todas sus sugerencias. Su descripción de una colección de cuentos es tan larga que seguramente no ha leído ni un cuento. Pero ahora su descripción de las cartas recién publicadas de un escritor a su familia es tan precisa y estrafalaria que puedo ver al librero leyendo el volumen a las tres de la madrugada con la lámpara en su mesa de luz mientras come bizcochos y bebe un whisky a sorbos. Incluso sospecho que abrevia las descripciones de libros que a él le gustan para evitar que ella los elija.

Al final la mujer no compra nada. Después de torturar a ese pobre librero por casi media hora decide que tal vez su prima prefiere una botella de vino. Y se va.

Ahora tengo un problema. Quiero probar mis corazonadas. Normalmente me rendiría a mi timidez y no haría nada, pero es mi última tarde en esta ciudad y quiero saber la verdad. Desafortunadamente, tengo que hablar para encontrarla.

—Perdón—tartamudeo, y empiezo a navegar por mis inseguridades. —Tengo una pregunta. Pues, no es una pregunta. Ejem. Es una observación.

Él me mira con la misma paciencia que le prestó a la cliente anterior.

—Un momento—digo. No tengo más palabras, pero puedo continuar sin voz. Ahora estoy corriendo por la tienda juntando todos los libros que le había sugerido a la mujer. Los pongo en dos pilas. Una pila con las tapas boca arriba: es la pila de los libros que creo que el librero leyó. Otra con las tapas boca abajo, con los que creo que no leyó. Hay más de una docena libros en cada pila.

¿Los leíste a todos?—digo señalando la pila boca arriba. ¿y estos no, verdad?”

Bueno, después de algunas explicaciones muy largas y torpes, él me entiende. Y empieza a examinar los títulos de los libros. Está cada vez más sorprendido.

—Increíble. Tenés razón. Todos estos los leí.

Estoy tan orgulloso que casi no noto que está señalando la pila boca abajo.

—Y también es verdad que no he leído ninguno de esos.

Me equivoqué por completo. La separación es perfecta, pero todas mis interpretaciones son equivocadas. ¡Esos eran mis instintos infalibles!

No digo nada al librero. Vuelvo a quedarme mudo, asiento con la cabeza y decido de inmediato que tengo que comprar toda la pila de libros. ¿Pero cuál?









(Muchísimas gracias a Martha Berman por su ayuda, consejos, y paciencia.)